Un recuerdo de la calle Cápua
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El muro de Gijón
Conocí el mar en Gijón en el año 63, coincidiendo con la primera edición de su festival de cine, entonces infantil. Tres años después, mi madre volvió a llevarme allí de vacaciones y en una de las proyecciones del certamen, celebrado en la Universidad Laboral, descubrí a los hermanos Marx en Sopa de ganso (Leo McCarey, 1933). Mis primeros recuerdos gijoneses se remontan a los primeros días de mi vida. Medio siglo después, al regresar y comprobar que las evocaciones son más numerosas que las cosas que me habrán de dejar nuevos recuerdos, las transformaciones de la ciudad me anuncian que la senectud me aguarda a la vuelta de la esquina.
Siendo Cristina de allí, comencé a visitar la ciudad con una regularidad de dos o tres veces al año a partir de 1991, tras casarme con ella. Fue entonces cuando verdaderamente conocí Gijón más allá de la playa de San Lorenzo. Aunque nunca me baño -el Cantábrico está demasiado frío para mí-, como soy de secano, me sigue magnetizando el olor a mar y es lo primero que visito cada vez que vuelvo. Pero Gijón ya es mucho más que ese lugar de mis primeros veraneos.
Ahora es una ciudad que conozco y entiendo. Me muevo con soltura por la Avenida de la Costa, el Paseo Begoña, las calles Corrida y Ezcurdia, mis principales referencias. Sé de Somió, de Viesques y ya no me desubica que a un lado de Cimadevilla se extienda la playa de San Lorenzo y, al otro, el puerto deportivo. Durante muchos años, el día de Navidad, antes de la comida familiar, daba un largo y agradable paseo con mi suegro. Una vez que llegamos hasta el Cerro de Santa Catalina, me explicó que, en aquel promontorio, la cima de Cimadevilla -valga la redundancia- se asentaron los primeros gijoneses. Desde entonces entiendo el trazado de la ciudad.
Satisfecho mi afán de mar, me gusta abandonar El Muro -que es como llaman al paseo marítimo-, y adentrarme en ella por la calle Cápua. Así tengo oportunidad de detenerme en la plaza de Romualdo Alvargonzález y evocar un pequeño teatro de autómatas que durante mucho tiempo animó la entrada al centro comercial San Agustín. Lo rudimentario de la autonomía de aquellos muñecos, frente a esos fabulosos androides que nos muestra el cine, a mí me fascinaba. Me transportaba al mundo de Villiers de l`Isle-Adam y su Eva futura (1886).
Ya en la calle Cápua, solía mandar unos artículos que me encargaban sobre los especiales de la programación televisiva en Nochebuena desde un cibercafé que se encontraba en los primeros números. Aquel establecimiento no duró mucho. Los cibercafés fueron un negocio efímero como lo son pocos. No obstante lo cual, aquel permaneció abierto lo bastante como para ocupar un lugar en la edad dorada de mi vida. Y ahora, su ausencia, pone de manifiesto ese final de mis mejores días. Sólo me resta esa vejez que aguarda inexorable a la vuelta de la esquina, según me anuncian todas las cosas que echo de menos, también en Gijón, cada vez que vuelvo a ella.
Publicado el 13 de septiembre de 2016 a las 10:15.